BERLINER BÖRSEN-COURIER · MAQUETACIÓN E ILUSTRACIÓN PARA PRENSA

 

Texto "Paseo" de Joseph Roth publicado en 1921 en el periódico alemán Berliner Börsen-Courier, junto a mis ilustraciones. En mi propuesta, la estética está inspirada en la apariencia y distribución que empleaba el propio periódico.

 

Puedes leer el texto con más detalle más abajo.

BERLINER BÖRSEN-COURIER · PRESS LAYOUT AND ILLUSTRATION

 

Text "Walk" by Joseph Roth published in 1921 in the Berliner Börsen-Courier newpaper, along with my own illustrations. In my proposal, the aesthetic is inspired in the appearance and distribution used in the newspaper itself.

 

Below there is a Spanish version of the full text.


PASEO

 

Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día. Un caballo que, con la cabeza gacha, busca en el interior de un saco lleno de avena, está sujeto a un carruaje e ignora que en el principio de los tiempos los caballos venían al mundo sin carruajes; un niño que jue­ga con unas canicas en el borde de la acera, observa el metó­dico follón de los adultos y, colmado del instinto de lo inútil, no sospecha que representa el súmmum de la creación, sino que, por el contrario, ansía alcanzar la edad adulta; y un guardia que cree ser la única cesura en la confusión del acontecer y el pilar de no sé qué poder regulador. Enemigo de la calle y puesto allí para vigilarla y cobrar el debido tri­buto a su sentido del orden. Veo a una muchacha en el marco de una ventana abierta, que es parte de la pared y anhela liberarse de su abrazo, que es su mundo. Un hom­bre que, confinado a las sombras de un anguloso lugar, recoge trocitos de papel y colillas. En lo alto de la calle, como lema de la misma, un soporte publicitario en forma de columna, encima una pequeña veleta que cambia de opi­nión según el viento. Un hombre grueso, con un puro y una americana clara, que parece la encarnación de una mancha de grasa en un día de verano. La terraza de un café sembrada de las damas más variopintas aguardando a que alguien la recoja. Camareros vestidos de blanco, porteros vestidos de azul, vendedores de periódicos, un hotel, un ascensorista, un negro.


Lo que veo es el hombre anciano con la fina trom­peta de falsete, de hojalata, en el Kurfürstendamm. Un men­digo cuya tragedia llama tanto la atención porque no hace ruido. La trompera de falsete, la pequeña trompeta de hoja­lata, es a veces más potente y surte más efecto que todo el Kurfürstendamm. Y el ademán de un camarero en la terra­za del café que quiere matar una mosca es más trascenden­tal que los destinos de todos los clientes de la terraza. La mosca ha logrado escapar, y el camarero se lleva una desilusión. ¿Por qué, oh camarero, tanta hostilidad con una mosca? Un mutilado de guerra que ha encontrado una lima para las uñas. Alguien, una dama, ha perdido la lima en el lugar que ahora ocupa el mutilado. El mendigo empieza a limarse las uñas. Con esta casualidad, que ha puesto en sus manos una lima, y el gesto trivial de limarse las uñas, ha ascendido simbólicamente mil niveles en el escalafón social. Un perro que se apresura tras la pelota que unos niños hacen volar y se detiene ante el objeto que descansa inerte en el suelo, sin alcanzar a comprender cómo un chisme de goma tan absurdo y descabellado es capaz de dar botes de mane­ra tan graciosa y animada, es el héroe de un drama pasaje­ro. Solo son importantes las pequeñas cosas de la vida.


¿Qué me importa, a mí, paseante que marcha en dia­gonal por un avanzado día de primavera, la gran tragedia de la historia universal que recogen los editoriales de los periódicos? Ni siquiera me importa el destino de un hom­bre que podría ser el héroe de una tragedia, de un hombre que ha perdido a su mujer o recibido una herencia, de un hombre que engaña a su esposa o que guarda relación, a fin de cuentas con cualquier cosa patética. En vista de los acon­tecimientos microscópicos, todo pathos es en vano, se pier­de sin sentido. Lo diminuto de las partes impresiona más que la monumencalidad del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo codo, del héroe del teatro universal. Yo soy un paseante.

 

Al soporte publicitario en el que se anuncian con grandes caracteres cosas como, por ejemplo, los cigarrillos Manoli, como si de un ultimátum o de un memento mori se tratara, le pierdo todo el respeto. De alguna manera, creo, el valor ilusorio de un ultimátum y de un cigarrillo se reve­la aquí en la manera en que ambos hallan expresión. Lo que se anuncia con letras tan grandes es pobre en importancia y contenido.

 

Y me parece que en esta época no hay nada que no se anuncie con grandes caracteres. En eso consiste su grandeza. Tengo para mí que la tipografía se ha trans­formado en ideario. Lo más importante, lo menos impor­ tante y lo poco importante solo son asuntos que parecen tener más, menos o ninguna importancia. Les otorgamos valor por su imagen, no por su esencia. El acontecimiento de la semana es aquel que ha sido declarado acontecimiento de la semana gracia a la presión, al gesto y al ademán del brazo que se levanta para golpear. No hay nada que sea; todo significa. Sin embargo, ante el resplandor de un sol que se extiende implacable por el muro, por la calle, por el raíl, que se cuela por las ventanas y se refleja, concentrado, multiplicado por mil, lo irrelevante hinchado se eclipsa. Irrelevante ―cree un servidor, engañado por la impresión, por la tipografía como ideario que predomina―  es todo cuanto consideramos importante y nos tomamos en serio: el cigarrillo Manoli y el ultimátum.

En el límite de la ciudad, sin embargo, allí donde, como he oído decir, empieza la naturaleza, no se halla la naturaleza en sí, sino la naturaleza de los libros de texto. Creo que también sobre la naturaleza se ha publicado dema­siado como para que siga siendo lo que fue. En su lugar se yergue, se extiende en las afueras de la ciudad la naturaleza concepto, el concepto de naturaleza. Una mujer que en las lindes del bosque sostiene ante sus ojos un paraguas que ha cogido por precaución y por si acaso, y que, mirando en lontananza, tropieza con una mancha que le recuerda a una pintura mural, exclama: «¡Que ni pintado!» He ahí  la degra­dación de la naturaleza a un motivo de la pintura, inmóvil, bien delimitada y descrita. La falsa atribución se da con no poca frecuencia. Pues también nuestro vínculo con la natu­raleza se ha pervertido. Y es que la naturaleza ha recibido una misión. La razón de su existencia es nuestra distraeción. Ya no existe por sí sola. Existe para cumplir con su misión. Tiene en verano bosques en los que se puede echar una siesta, lagos para remar, praderas para broncearse, pues­tas de sol para cautivar los sentidos, montañas por las que darse una vuelta y maravillas para el turismo. La naturaleza ha entrado en una guía.


Lo que veo, sin embargo, no aparece en ninguna guía. Lo que veo es el vaivén inesperado, repentino, sin ningún fundamento de un enjambre de mosquitos alrededor del tronco d un árbol. La silueta de un hombre cargado de leña en la senda del prado. La figura delicada de una rama de jazmín que descansa sobre el muro del vergel. La vibración de una voz infantil, desconocida, perdiéndose en el aire. La melodía inaudible, durmiente, de una vida lejana, tal vez incluso irreal.


No comprendo a la gente que veo hacer una excur­sión para disfrutar de la naturaleza. El bosque no es un lugar de recreo. El «solaz» no es ninguna necesidad, si es que es esa la intención del caminante. La «naturaleza» no es nin­guna fundación.


El europeo occidental salió de excursión por la «natu­raleza» como quien va a una fiesta de disfraces. Su relación con la naturaleza pasa por una chaqueta de paño tirolés. He visto a contables salir de excursión. No precisaban bastones. El terreno es tan llano y blando que bastaría con un modes­to portaplumas. Pero no ve, el hombre, el terreno blando y llano. Ve «naturaleza». Si quisiera salir a navegar, probable­mente llevaría un traje blanco de seda cruda, herencia de su abuelo, que también solía navegar. No oye el murmullo de las olas y no sabe que la explosión de una burbuja es impor­tante. Todo se acabó el día en que la naturaleza se convirtió en un lugar de recreo.


En virtud de todos estos hechos, mi paseo es el de un huraño, un paseo malogrado por completo.